El martes pasado, cuando volvía de Langa, al subir la calle rumiando mis pensamientos, levanté la cabeza y vi esto:
En la falda de Table Mountain se había formado tal cúmulo de nubes descendiendo a toda velocidad que parecían la espuma de una enorme cascada. La mole de la montaña estaba detrás, pero había perdido su gravidez para convertirse en una textura acuosa que discurría veloz pendiente abajo. Una cascada tan impetuosa como silenciosa.
Y el fin de semana en Vermont, cerca de Hermanus, la Costa de las Ballenas, volvió a ocurrir. Habíamos pasado parte de la tarde nadando en una presa. Para llegar hasta allí, habíamos cogido un suave camino entre dos montañas que ascendía en el último tramo. Mucho antes de que se pusiera el sol, regresamos y cuando miré atrás, la niebla cubría la cima de las montañas y bajaba sigilosamente siguiendo nuestros pies.
Al momento siguiente, el perfil de los árboles estaba trazado con una línea suave de lápiz afilado sobre un gris marengo.
Tú sabes que si te acercas, podrás tocar con nitidez el paisaje, pero en la distancia no se llega a distinguir nada.
Cuando era pequeña y los inviernos en Valladolid nos traían las nieblas densas, me gustaba pasear por la calle y ver cómo los cuerpos de los caminantes surgían de la nada, pasaban a mi lado y volvían a perderse en el vacío lechoso hasta desaparecer.
Me gusta la bruma, las nubes y los paisajes lunares que encuentro por la tierra. ¿Qué que digo ahora?
Pues mirad la imagen aquí abajo. Se llama playa Paraiso. Está en Vermont, pero parece la luna, ¿no?
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